Tanto en los años White Stripes como ahora en solitario, Jack White no ha dejado de cortocircuitar los modos del rock más trillado. Este genio siempre envuelto en mil proyectos nos hace un vaticinio: el rock está de vuelta, y regresa con fuerza. Mientras tanto, no estará de más analizar el fenómeno en que se ha convertido White.

A comienzos del presente milenio el rock yacía postrado, víctima de sus excesos electrónico-digitales. Pero, alabado sea Dios, Jack White, quien fuera experto taxidermista, estaba ahí para enchufarle la intravenosa y darle nueva vida. A base de recuperar su antigua crudeza y de recordarnos sus orígenes blues, White evangeliza para hacer nuevos conversos al credo de los sonidos chirriantes y esenciales, sin temor a producir más de un hematoma por el camino.

Detroit, Michigan. De ahí ha salido más de un Mozart del siglo XX, por decirlo de algún modo: The Stooges, Eminem, pero también MC5, Alice Cooper o Jack White. Todos ellos caracterizados por su furibunda tendencia a noquear al oyente con el ruido más sucio, sin concesiones. Cuando nuestro hombre, que aún era conocido como John Gillis, conoció a Meg White en el Memphis Smoke de Royal Oak, no era más que un chaval de la Motor City como cualquier otro. Tocaba la batería desde los cinco años, pero pasaría a tocar la guitarra en grupos seminales como The GO y The Upholsterers. Y es que Jack curraba de eso, de upholsterer, de tapicero, actividad francamente en vías de extinción. Restauraba muebles antiguos, aprendiendo a devolverles su porte. Su jefe era Brian Muldoon, un amigo de la familia. Ambos eran musicómanos compulsivos. Blues en el caso de Jack, punk en el de Brian. Pues lo cierto en que en hogar de los Gillis sonaba música a todas horas: desde Nat King Cole al pop más variado, llegando hasta el heavy de los 70 pero sin pasar por el punk. De sus salvajes jam-sessions saturadas de blues, garage y punk saldrá un primer single que más tarde esconderán, a manera de regalo sorpresa, en los sofás, butacas y demás trastos pasados de moda que les toca restaurar. El sonido de los White Stripes tiene su origen en ese magna sonoro.

 

Un nuevo capítulo en la historia del blues y el folk 

Estamos a finales de los 90 y el rock no pasa por sus mejores momentos; el hip-hop y el electro se han adueñado de las calles. Y el rock flirtea con sus enemigos. Radiohead se acerca a la electrónica, los Red Hot Chili Peppers al funk. En cuanto al blues, la rendición es total. Pésimas fotocopias del pasado vestidas con tejanos y camisas de cuadros, Stratocaster en banda, y el típico imaginario de locales mugrientos. Nada realmente excitante. Los sonidos sintetizados pasan a primer plano, en detrimento de la música que ama el purista Jack White. Él lo que quiere es revivir el blues. Cierto día Meg, con la que se ha casado adoptando su apellido, acepta acompañarlo a la batería pese a que jamás ha cogido unas baquetas y le atiza a la caja de manera casi infantil. Pero para Jack, irrefutablemente, infantil rima con autenticidad, radicalidad, espontaneidad y veracidad. Así que se niega a que tome lecciones. Ya tiene el ritmo que buscaba, el ritmo preciso e infatigable que será idiosincrásico de los White Stripes. ¿Y habrá algo más adecuado para que una pareja de lechuguinos blanquitos de Michigan pasen por bobos que pretender invocar, nada menos, los orígenes de la música negra? Y por si fuera poco, con el fin de pinchar a los amantes del blues Jack White concibe una combinación cromática perfecta, la que ve cada día en la anticuada tienducha donde trabaja, hecha de amarillo, rojo, negro y blanco. De este modo los White Stripes vestirán de rojo y blanco, como los envoltorios de los antiguos caramelos. Y también de negro. Una paleta de colores tan vieja como el mundo que ha de servir para revestir un blues intenso y como metáfora de austeridad: la de su elaboración mediante tres simples acordes, buscando la más extrema desnudez. Pero había que dotar de credibilidad a la jugada. De Stilj, movimiento artístico holandés de programa máximamente minimalista, les aportará significado y al mismo tiempo el nombre de su segundo disco. De entrada, la cosa no sale del todo bien. La escena pasa del tema, y además la portada inspirada en el diseñador de la Bauhaus Gerrit Rietveld da pie a todo tipo de burlas. Ni siquiera Clapton se lo traga... 

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