Tan solo tres álbumes en estudio, un directo y tres giras internacionales bastaron a Lhasa de Sela para dejar una huella imborrable en la historia de la música popular contemporánea. La llorona, The Living Road y Lhasa son trabajos tan diferentes como redondos que nos muestran un universo peculiar y al mismo tiempo reconocible, a medio camino entre el sueño y la realidad. Sus temas, elaborados a partir de claroscuros, nos hablan sinceramente de los sentimientos de una artista cuyo arte vocal, intimista, rebosante de emoción, establece con el oyente un pacto de complicidad. Por lo demás, su trayectoria vital puede leerse a manera de capítulos de una novela, sin que falten los ingredientes del mito ni los estremecimientos de los relatos más hermosos y conmovedores.

El mejicano Alejandro Sela era profesor y escritor, y su esposa, la norteamericana Alexandra Karam, atriz y posteriormente fotógrafa. Ambos tenían antepasados con raíces en Panamá, España, Ucrania, Escocia, Inglaterra, Líbano y Argelia. El mundo entero corría por las venas de esa pareja amante de la aventura, de los proyectos improvisados opuestos a las existencias medidas al detalle. Su hogar era un viejo autobús con el que recorrían todos los caminos conocidos y por conocer que enlazaban sus países de origen. La familia se completa, desde luego, con un nutrido pelotón femenino, cuatro niñas llamadas Sky, Ayim, Myriam y Lhasa.

En la trasera del vehículo, en los campings o en los lugares de acampada, rodeadas de gatos, perros y pájaros, las hermanas juegan, se pelean, siguen las lecciones que les imparte su madre y leen con pasión las obras de las hermanas Brontë, de Dickens o de Tolkien. Escuchan cassettes de música clásica, de Dylan, Violeta Parra, Victor Jara, y sueñan despiertas mientras el paisaje se transforma constantemente a su paso. Lhasa se sumerge en sus ensoñaciones con una intensidad quizá mayor que sus hermanas, siempre discutiendo, y haga lo que haga no deja de canturrear sus melodías. Y es que constantemente está tatareando alguna canción, un runrún tan molesto como el zumbido de un abejorro, dicen quienes se encuentran a su lado. A los seis años Lhasa ya ha vislumbrado una cosa, que quiere ser cantante. Idea que se convertirá en certeza, e incluso en obsesión. 

Lhasa llega a la adolescencia inmersa en la música, pero también dibuja y confía sus sueños y pensamientos a las páginas de su diario íntimo. Le encanta perderse en los mundos de otros artistas, en las obras de poetas, novelistas, pintores, cineastas y, por supuesto, músicos. A los 16 años el descubrimiento de Billie Holiday supone para ella una auténtica revelación. Las canciones de Lady Day la embriagan, y se siente transportada y fascinada por su entrega absoluta a la música, por su sensualidad vocal. Se pone sus discos una y otra vez, sin descanso. Y lo mismo sucederá cuando descubra después la obra de una legendaria cantante de rancheras mexicanas, Chavela Vargas, otra mujer apasionada volcada en la búsqueda de la libertad y del absoluto, y que vive solo para su arte. Ídolos que, como la francesa Edith Piaf o la portuguesa Amalia Rodrigues, Lhasa citará una y otra vez en sus entrevistas, y que nos informan de sus inflexibles aspiraciones artísticas. Unos ídolos extraordinarios cuyo magisterio tenía que asimilar antes de encontrar su propia voz.

 

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