Respetado tanto por los críticos de música clásica como por los aficionados a las sonoridades electrónicas, el talento de Nils Frahm concita unanimidad desde hace una década. Ya se sirva de un órgano de iglesia o de un sintetizador conectado a múltiples pedales de efectos, el pianista alemán mira siempre hacia el futuro y parece adelantarse a todos.

Habría podido ser el “rey de los bongos”, pero por suerte para nosotros Nils Frahm se decantó finalmente por el piano. Pero este instrumento de percusión cubano fue no obstante su primer amor musical, con el que participaba en las jam-sessions de su padre, fotógrafo e intérprete autodidacta de guitarra y piano, y al mismo tiempo diseñador de las portadas del sello muniqués de jazz ECM Records. “Se trata de un instrumento muy simple, de solo dos notas. Me encantaba tocar el bongo, pero después comencé a darle a las teclas del piano que había en casa.” El chaval tenía solo 8 años, aunque esos primeros intentos decidirían a sus impresionados padres a impulsar su talento y a inscribirlo en algún curso de piano. Dieron así con un “viejo ruso”, Nahum Brodski, antiguo alumno del último protegido de Chaikovski. Con inconsciente arrogancia infantil, Nils se presentó el primer día de clase con sus propias obras bajo el brazo. Brodski las escuchó y le dijo: “¡Olvídate de eso, partamos de cero!”. Y así, durante siete intensos años, Nils Frahm se sumergió en el mundo de la clásica y estudió a fondo las piezas de los más importantes compositores, hasta que las pasiones adolescentes se interpusieron momentáneamente en su camino. A los 13 años se le metió entre ceja y ceja convertirse en piloto de planeador, y nadie conseguía quitarle esa ocurrencia de la cabeza. “Mi padre quería que siguiera tocando el piano, mientras mi madre me decía que hiciera lo que quisiera. Pero cuando estaba a punto de hacerme piloto mi padre me hizo una oferta que no pude rechazar: “Si olvidas ese capricho te compraré un teclado y podrás montar un grupo con tus amigos”. La idea resultaba de lo más tentadora, así que acepté. Empecé a tocar canciones de los Beatles con los colegas. Teníamos un saxo, un teclado Midi y una batería, que sonaban horribles. Pero fue el principio de todo.”

En el instituto, cerca de Hamburgo, se convirtió enseguida en el centro de su grupo de amigos, puesto que era el único capaz de sacarle partido a una mesa de mezclas. Y pasó a ocuparse del sonido en los conciertos de las bandas locales, comenzando a hacer grabaciones y mezclas para después enviar los masters a algunos sellos. Eso supuso el inicio de su idilio con el sonido: “Era genial escuchar los primeros tests pressing, por malos que fueran. Tenía por entonces 17 años, y cuando oía atentamente Amnesiac de Radiohead me hacía miles de preguntas; no podía entender cómo todo sonaba tan bien, incluso en los peores equipos. Fue una experiencia transcendental, pues comprendí que había gente que disponía de posibilidades que yo aún no conocía. Y me obsesioné con querer saber todo lo que había que saber sobre la manera de registrar el sonido”. Con 24 años decidió, por lo tanto, dedicarse a la música y esforzarse al máximo para aprender todo lo referente a la conexión de cables, micros e instrumentos, ya fuera participando en el rodaje de un film o de un anuncio para algún local. De este modo fue adquiriendo una destreza que posteriormente le sería muy útil. Y durante el invierno de 2004-2005 se tomaría unos días para grabar en el Hammer Versteck Studio de Hamburgo el que iba a ser su primer álbum, Streichelfisch, del que editaría 500 copias con el sello que acababa de crear, AtelierMusik. El disco mostraba ya el distintivo sonoro característico de Nils Frahm, ese “piano electrónico” de tonalidades etéreas con un tejido a base de glitch como telón de fondo. Y el músico comienza a sentirse lo suficientemente maduro como para probar suerte en Berlín, donde encontrará trabajo como técnico en clubs de techno, género que conocía gracias a su hermano mayor.

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