John Eliot Gardiner creció bajo uno de los dos auténticos retratos de Johann Sebastian Bach que sus padres habían guardado celosamente, escondiéndolo en su granja en Dorset durante la Segunda Guerra Mundial. Convertido en uno de los «popes» de la música barroca, la total devoción de Gardiner por Bach ha concebido un emocionante libro, La música en el castillo del cielo, publicada en francés por Flammarion y en español por Acantilado. «¿Cómo pudo crear una obra tan sublime un hombre tan común y opaco?», se pregunta Gardiner en un libro lleno de ternura y de una rara erudición, que no es una nueva biografía del compositor alemán, sino la suma de su propia experiencia como intérprete, que le va dictando diversas consideraciones estéticas, y la de un análisis sensible de los fundamentos armónicos, contrapuntísticos y polifónicos de su obra. Un exitoso intento de descubrir al hombre a través de su música.

La peregrinación del nuevo siglo

Este libro representa la culminación del pensamiento del director inglés y está precedido por su «particular» camino compostelano, en forma de un viaje internacional durante el que Gardiner y sus músicos interpretaron las 198 Cantatas sacras de Bach en 59 conciertos en 50 ciudades, 12 países europeos y Nueva York como punto final. El objetivo de Gardiner era celebrar a la vez el 250 aniversario de la muerte del Cantor y el advenimiento del tercer milenio. Pero una aventura de este tipo tiene un coste: 15 millones de euros y numerosos patrocinadores, algunos de los cuales no pudieron superar la prueba, como el sello Deutsche Grammophon que abandonó la aventura en el camino. Gardiner y su esposa crearon entonces un nuevo sello, Soli Deo Gloria (el lema de Bach), para poder llevar a cabo esta vasta empresa. 

Siguiendo el calendario litúrgico

Desde el principio, se acordó que todos los conciertos serían grabados y luego publicados. Esta loca empresa requirió de 282 músicos y tres conjuntos corales e instrumentales distintos para poder interpretar todas las cantatas durante el año 2000, cada una de ellas programada de acuerdo al calendario litúrgico para el que habían sido compuestas. Una experiencia única tanto para los músicos como para el público que asistió a los conciertos y pudo compartir un viaje espiritual a través de la emoción que despierta la música de Bach, ya sea uno cristiano o no.

Una geografía histórica

La elección de lugares no fue, obviamente, resultado de la casualidad. Primero estuvo guiado por un recorrido tras los pasos de Bach a través de Turingia y Sajonia. La arquitectura y la grandeza de las iglesias influyeron a la hora de la interpretación sobre los tiempos y las articulaciones. También se tuvieron en cuenta los tiempos de viaje y los ensayos, el cansancio de los músicos y los riesgos climáticos de todo un año. Musicalmente, fue necesario hacer concesiones, ya que se trataba de tocar en un año obras compuestas por Bach durante un período de cuarenta, con las disparidades de estilo, de efectivos y de tonalidades que podemos imaginar fácilmente. Por esa razón se adoptó un diapasón único de 415 para el conjunto de los conciertos.

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