La democratización del software informático musical ha tenido un impacto social inesperado al liberar a cientos de estudiantes de música clásica del yugo del conservatorio. En los últimos veinte años, ¿cuántos de ellos, cansados de interpretar las obras de los grandes «clásicos», han ido a buscar su propio estilo y poner su creatividad al frente de un ordenador o de otras máquinas? Antes, estas personas paseaban sus penas por clubes de free-jazz llenos de humo; ahora pueden abordar sus estudios sin miedo a volverse esquizofrénicos. Y muchos son los que deciden volver a retomar su formación después de algunos años haciendo beats y bajos sintéticos, como el productor alemán David August, quien después de los maxis para diferentes clubes con Diynamic, el sello del líder de la tech-house europea Solomun, ha regresado al piano, lo que se puede comprobar en su último álbum D’ANGELO, en el que incluso ofrece un careo con la Orquesta Sinfónica de Berlín en la Boiler Room en 2016. Otro ejemplo, el surcoreano con residencia en Boston MMPH, formado como violonchelista en el Berklee College of Music, ha lanzado este año un álbum producido electrónicamente, Serenade pero diseñado como «una colección de suites wagnerianas concebidas en miniatura». Genio y figura...
En los últimos años, se ha tenido noticia del caminar de muchos artistas a lo largo de la frontera entre electrónica y acústica. Ólafur Arnalds, Nils Frahm, Francesco Tristano, Max Richter, Luca D’Alberto, Poppy Ackroyd, Peter Broderick, Joana Gama (quien nos presenta un Erik Satie electrónico en Harmonies, un álbum de 2016), por no mencionar a los veteranos Chilly Gonzales o Johann Johannson. Una oleada de inmigrantes que han huido de los conservatorios para refugiarse en una zona libre donde nadie viene a decirles cómo hacer música, sin dogmas ni batutas. Hemos intentado clasificarlos bajo una misma etiqueta: neoclásica, postminimalista, clásica contemporánea o incluso no clásica, pero la verdad es que son inclasificables, ya que cada uno tiene sus propios métodos, que se inspiran al mismo tiempo en músicas clásicas, contemporáneas, concretas y electrónicas.
Para Christian Badzura, director del nuevo repertorio de Deutsche Grammophon, y que ha firmado con Ólafur Arnalds y Max Richter, entre otros, «la terminología es cada vez menos importante: escuchamos varios términos, neoclásico, clásico alternativo, postclásico o indie clásico. Pero la categorización estricta es cada vez menos relevante en un momento en que pocas personas buscan discos en las tiendas». Y para atajar los rumores sobre la revolución musical: «Para Deutsche Grammophon, esta dirección musical no es realmente nueva, si tenemos en cuenta los discos de Steve Reich, Stockhausen y Philip Glass que nuestro sello editó en los años 60 y 70». Para él, estos artistas tienen especialmente en común un cierto enfoque en la composición. «Parece que cada vez más compositores tienen menos miedo a escribir música tonal. Y como la mayoría escribe y trabaja en sus estudios, es natural que combinen partituras clásicas con producción electrónica. En algunos casos, existe un vínculo con el minimalismo, que también es muy cercano al minimalismo techno y la música electrónica en general. Se encuentran también influencias krautrock y early ambient. Si vamos más lejos, incluso se podrían encontrar raíces en la música barroca, que parece atemporal en compositores como Satie, Liszt, Ravel y Debussy. Agregar capas de instrumentos es hoy muy fácil, mucho más complicado fue utilizar bucles de cintas magnéticas como lo hacía Steve Reich en su época».
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