John Carpenter pertenece a esa categoría de directores que también componen la música de sus películas. Con motivo de la edición de Anthology: Movie Themes 1974-1998, álbum para el cual ha vuelto a grabar sus temas más conocidos, resulta obligatorio revisar la doble trayectoria de este maestro del cine de terror y de acción.

Desde hace unos años, muchos realizadores optan por utilizar piezas instrumentales o canciones ya conocidas como acompañamiento de sus imágenes. Una práctica que les ayuda a eludir discusiones difíciles con los compositores, cuyo lenguaje artístico resulta más abstracto que el de directores y guionistas-dialoguistas. De este modo, recurriendo a fragmentos musicales previamente existentes, obtienen al mismo tiempo mayor control sobre sus propias creaciones. Pero algunos cineastas se niegan a ceder a esta moda (que puede entenderse en muchos casos como una solución fácil; hala, ya lo hemos dicho) y no muestran reparos en confrontar su universo visual con el universo sonoro de los compositores. Y por último existe una tercera categoría de realizadores, no tantos, la de aquellos que componen las bandas sonoras de sus propias películas. Es el caso de Charles Chaplin, Clint Eastwood, Tony Gatlif y, por supuesto, de John Carpenter. Son directores que al escribir sus scores evitan depender de cuantos más colaboradores mejor a la hora de crear su universo audiovisual, a la vez que configuran un territorio musical personal e intransferible.

El primer nexo de unión entre Carpenter y la música se produjo ya en su infancia, puesto que su padre era director del departamento musical de la Universidad de Kentucky. Y también era un músico acostumbrado a frecuentar los estudios de grabación de Nashville, en los cuales Carpenter aprendería los rudimentos básicos musicales antes de profundizar su formación siguiendo diversos cursos de piano y violín. En 1964, a los 16 años, forma un conjunto de folk, Tomorrow’s Children, con dos amigos, si bien en 1966 el trío, integrado por Carpenter, Elizabeth Solley y Tommy Lee Wallace, decide orientarse hacia el rock. La nueva banda se llamará The Kaleidoscope, nombre que anuncia ya el interés del futuro director por el terreno de las imágenes. Por entonces, armado con una cámara amateur, convence a algunos compañeros de clase para filmar buen número de cortometrajes estudiantiles (en los que también actúa, por cierto). Gracias a esas películas comienza a familiarizarse con la composición musical cinematográfica, antes que nada por placer pero sin perder de vista, desde una perspectiva más prosaica, las razones económicas.

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