Como cualquier otra figura representativa de un género, Lou Reed constituyó un género en sí mismo. Fue una criatura ciertamente compleja, de ego superlativo. Pero fue también, sin duda alguna, un verdadero genio... Estuvo primero en The Velvet Underground, más influyente en los últimos veinte años que en su propia época, la de finales de los 60. Su primer álbum, el del plátano, producido por Andy Warhol, está considerado desde hace tiempo como uno de los mejores discos de la historia pese a sólo vender en el momento de su publicación, en 1967, un puñado de ejemplares... Más tarde vendrá su carrera como solista que, con sus altibajos, nos dejará algunas de las canciones más hermosas de la historia de la música popular del siglo XX. Pero Lou Reed fue, antes que nada, una voz. Una forma de cantar casi recitando, reconocible desde la primera sílaba. Y ello acompañado por una concepción básica, esencial y simple del rock’n’roll, sin florituras ni instrumentaciones gratuitamente sofisticadas. Pero fue también, sobre todo, una forma de escritura. En un tiempo en que las flores y el optimismo hippy seguían cotizando al alza, en los 70, el Lou alcohólico, toxicómano y bisexual prefirió narrar la cotidianeidad de su ciudad, Nueva York, con sus aceras sucias, sus putas ajadas, sus drogadictos en fase terminal, sus artistas anónimos, en definitiva, la de todos esos seres que pululaban por la Gran Manzana. Hay quien tiene a este poeta urbano por una especie de padrino del movimiento punk, parentesco del cual el músico no dejaría, claro está, de burlarse...

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